Cada vez que el monigote verde se materializaba en las luces del semáforo, cuando todo el mundo se abalanzaba a la carretera en la encarnizada lucha contra el reloj, él se lanzaba al paso de cebra a bailar. Los segundos que duraba el cruce de peatones, él se los pasaba danzando entre las rayas blancas, sin cesar y sin razón aparente. Al principio era complicado darse cuenta, pues la marabunta de la ciudad buscando encontrarse en otro lugar y en otro momento, lo envolvía, hasta que una vez finalizado el ímpetu inicial del cruce, su gracioso baile cobraba forma entre las desafiantes siluetas de los rascacielos y ante la estupefación de los pocos afortunados, que por una u otra razón, habían ralentizado su velocidad con respecto a la de la ciudad. Maravillados quedaban de su insonoro claqué, acallado por las bocinas de los coches apremiándole a salir de la calzada. Y por un momento, todo cobraba sentido. Ese sentido tan poético de algo que carece de razón, pero que le da forma a la nada que puebla los intersticios de nuestros compromisos sociales y calma nuestras bestias internas con una sosegada sonrisa. ¡Cuánto poder en un baile y qué pocos decidían aprovecharlo!
sábado, 24 de octubre de 2015
La magia de el último baile
Cada vez que el monigote verde se materializaba en las luces del semáforo, cuando todo el mundo se abalanzaba a la carretera en la encarnizada lucha contra el reloj, él se lanzaba al paso de cebra a bailar. Los segundos que duraba el cruce de peatones, él se los pasaba danzando entre las rayas blancas, sin cesar y sin razón aparente. Al principio era complicado darse cuenta, pues la marabunta de la ciudad buscando encontrarse en otro lugar y en otro momento, lo envolvía, hasta que una vez finalizado el ímpetu inicial del cruce, su gracioso baile cobraba forma entre las desafiantes siluetas de los rascacielos y ante la estupefación de los pocos afortunados, que por una u otra razón, habían ralentizado su velocidad con respecto a la de la ciudad. Maravillados quedaban de su insonoro claqué, acallado por las bocinas de los coches apremiándole a salir de la calzada. Y por un momento, todo cobraba sentido. Ese sentido tan poético de algo que carece de razón, pero que le da forma a la nada que puebla los intersticios de nuestros compromisos sociales y calma nuestras bestias internas con una sosegada sonrisa. ¡Cuánto poder en un baile y qué pocos decidían aprovecharlo!
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