sábado, 24 de octubre de 2015

La magia de el último baile






Cada vez que el monigote verde se materializaba en las luces del semáforo, cuando todo el mundo se abalanzaba a la carretera en la encarnizada lucha contra el reloj, él se lanzaba al paso de cebra a bailar. Los segundos que duraba el cruce de peatones, él se los pasaba danzando entre las rayas blancas, sin cesar y sin razón aparente. Al principio era complicado darse cuenta, pues la marabunta de la ciudad buscando encontrarse en otro lugar y en otro momento, lo envolvía, hasta que una vez finalizado el ímpetu inicial del cruce, su gracioso baile cobraba forma entre las desafiantes siluetas de los rascacielos y ante la estupefación de los pocos afortunados, que por una u otra razón, habían ralentizado su velocidad con respecto a la de la ciudad. Maravillados quedaban de su insonoro claqué, acallado por las bocinas de los coches apremiándole a salir de la calzada. Y por un momento, todo cobraba sentido. Ese sentido tan poético de algo que carece de razón, pero que le da forma a la nada que puebla los intersticios de nuestros compromisos sociales y calma nuestras bestias internas con una sosegada sonrisa. ¡Cuánto poder en un baile y qué pocos decidían aprovecharlo!

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